El signo más evidente de la muerte es la putrefacción corporal. Si un cuerpo empieza a pudrirse entonces no cabe duda de que la persona ha muerto. Por este motivo, se popularizaron en Alemania en el siglo XIX unas casas mortuorias en las que se guardaban cadáveres para esperar a su putrefacción. Los trabajadores de estas morgues tan particulares comprobaban el estado de los cuerpos regularmente y observaban el nivel de descomposición. Así, se aseguraban de que estaban verdaderamente muertos antes de ser enterrados. Los trabajadores debían hacer sonar una campana si alguno de los finados hacía un movimiento, por leve que fuera. No hay ningún caso documentado de una persona viva que se salvase gracias a una de estas casas mortuorias.
No todo el mundo tenía los medios para recibir este trato previo al enterramiento, por lo que se buscaron otras formas de distinguir a los vivos de los muertos o de resucitar a aquellos que parecían haber fallecido antes de proceder al enterramiento. Algunos médicos cortaban los dedos de las manos de los muertos, considerando que una persona viva no podría soportar ese dolor. A veces se introducía un carbón al rojo vivo por el ano y otras veces se usaba para quemar la cara del difunto. Hay documentado un caso en el que un hombre recuperó el conocimiento después de esta práctica y tuvo que vivir el resto de sus días sin nariz por culpa de la quemadura.
La brutalidad de estas prácticas hacía que, si uno de los cadáveres resucitaba, tendría que vivir en condiciones muy precarias. En ocasiones se colocaban sustancias malolientes en los agujeros de la nariz de la persona para ver si el mal olor le hacía despertar. Otras veces se tocaban trompetas junto a sus oídos o se frotaban plantas urticantes en la entrepierna. Se creía que, de esta manera, una persona sumida en un profundo sueño se reanimaría.
Un procedimiento que se consideraba muy útil, especialmente para cuerpos ahogados, era administrar un enema de humo de tabaco. Una de las pipas del aparato se insertaba en el ano del fallecido y la otra estaba conectada a un horno lleno de tabaco. A veces el médico soplaba directamente el humo a través de una pipa o caña insertada en el cuerpo del cadáver. La popularidad de este método de reanimación resulta muy sorprendente ya que la ciencia actual no conoce beneficio alguno del humo de tabaco administrado de esta manera o de otra.
Podría pensarse que la invención del estetoscopio por René Laënnec, que permitía escuchar el más débil latido del corazón, puso fin a estas cuestiones, pero el miedo prevalecía más de medio siglo después. La teoría de que, si el corazón no se escuchaba, entonces la persona había muerto, recibió muchas críticas. El terror estaba muy arraigado, ya que los periódicos y las revistas más sensacionalistas incluían a menudo relatos sobre personas que habían sido enterradas vivas y hombres que vagaban por mausoleos sin ser capaces de abrir su pesada puerta. Estos temores, además, a menudo se infundían también desde el púlpito.
Incluso en la actualidad, el miedo a despertarse en la soledad de un angosto ataúd está todavía muy presente, es quizá uno de los temores más primigenios del ser humano. A pesar de los avances en la medicina de los que disfrutamos, aún ha habido casos de personas enterradas vivas en el siglo XXI, por lo que esta fobia quizá no sea infundada.
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